martes, 2 de julio de 2013

CUANDO LA DEMOCRACIA NO BASTA

Cuando parecía que la Iglesia Católica era la única que perdía terreno de forma crítica en Brasil, el país sudamericano apuesta por otro tipo de herejía: no quieren campos de futbol, quieren salir a protestar. Está por cumplirse un mes de lo que muchos han comparado con el Mayo de 1968 en París. La teoría de pesos y contrapesos en el Estado no podría estar más actualizada. Las redes sociales actúan verdaderamente como un quinto poder capaz de dirigir la vida pública. Pero lo interesante es que los brasileños se levantan no contra una dictadura, sino contra una denominada “ferviente democracia” que figura ante el mundo como una futura potencia económica, eclipsando a parientes latinoamericanos como México y Argentina. No fue durante la Junta Militar, sino durante el régimen de Dilma Rousseff que las calles se inundaron de pancartas. A veces, la democracia no basta. 

Si recordamos las experiencias vividas en los últimos años, vemos que las grandes movilizaciones que han puesto en jaque a gobiernos intocables y/o prósperos han surgido de incidentes menores que devinieron en complejos procesos sociales. En Túnez, la revolución que derrocó a Ben Alí inició por un vendedor ambulante que se quemó a lo bonzo como protesta. En Chile fueron los costos de la Universidades los que generarían el desencanto hacia el gobierno de Sebastián Piñera, propiciando el contexto idóneo para un posible regreso de la Concertación de Partidos para la Democracia. En Turquía la construcción de un parque ha marcado de manera irreparable el de por sí cuestionable gobierno de Recep Tayyip Erdogan. En Brasil la vorágine fue provocada por el alza de precios al transporte público. Las movilizaciones populares han dejado de tener metas aisladas y se han convertido en un modus operandi a nivel social. No apuestan ya a lo efímero, sino a su derecho de ser un actor permanente. 

A través de su columna en El País, Juan Arias describe a Brasil como un adolescente rebelde al que las respuestas fáciles recibidas durante su niñez ya no le satisfacen. Se saben un país potencialmente en desarrollo, pero un país con corrupción, pobreza y desigualdad socio-económica arraigada, entre tantos otras sombras que compartimos los países latinoamericanos en mayor o menor medida. A diferencia de México, los brasileños creen que pueden transformar su país. Los mexicanos, asediados por nuestros lugares comunes, ostentamos una cultura de la desesperanza. A pesar de poseer cifras alentadoras en distintas áreas – al menos más alentadoras que aquellas de otros países de Latinoamérica, África y Asia – optamos por adecuarnos a nuestras catástrofes. Cuando el mexicano quiere, genera cambios. El problema es que hoy día no quiere. No soy fanático del futbol, pero puedo darme la imprudente licencia de hacer una metáfora: Brasil pierde un partido creyendo que está destinado a ser campeón; México gana un partido convencido de ser eliminado para el próximo.

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