miércoles, 19 de diciembre de 2012

APOLOGÍA DE LO QUE UNO NO DEBIERA PERMITIRSE

Cómo quisiera bajar la mirada sin sentirme culpable. Pasarme de largo a los problemas que no son míos; no sentirme comprometido de consolar sin que me lo pidan. Sería grandioso leer el periódico sin sentir que el mundo se viene de cabeza; o mejor aún, creer que lo que se lee es lo que hay y que es como es descrito. 

Me encantaría creer que las crisis económicas son realmente de todos; que el dinero se esfuma de cualquier sitio y que a manos de nadie ha parado. Cometer un noble acto de ingenuidad y aceptar como verdad que todos somos deudores, pero que nadie es acreedor. Desearía pensar que los desaparecidos son cosa del pasado y que los que lo fueron en algo se habrán metido para serlo; cambiar de mi vocabulario “disidencia” por “conducta antisocial” y “revolución” por “terrorismo”. 

Cuánto daría por convencerme de que vamos bien y de que el país está en buenas manos; de que los pobres son los que quieren y que los que no saben es porque deciden ser ignorantes. Tragarse semejante cuento de que el progreso es la esterilidad del suelo que pisamos y que los transgénicos son lo que salvarán a la humanidad de consumir aquello que sustenta nuestra existencia. 

Sería más fácil vivir sin ver a los invisibles de esta historia: los inmigrantes viajando sobre los trenes, las madres de la Guerra Sucia, los mapuches silenciados o los buzos misquitos que no logran volver a casa. En verdad que este mundo me sería más habitable si no supiese que los gobiernos están más preocupados por detener el tráfico de drogas que el tráfico de personas. 

Sin ser pretencioso, ojalá pudiesen haber sido otras mis circunstancias y pudiese concebir a esta humanidad un poco más humana. Me sobran las ganas de ser otro, el que uno no debiera darse permiso. 

Y sin embargo, prefiero despertar a gritos que permanecer dormido durante el día. Prefiero la lucha a la celda; el ruido del galope al silencio de los establos. Prefiero contagiarme de congoja a desentenderme de mi especie. Prefiero la libertad a confundirla con una ventana. 

Adoro más el peligro de los bosques que a las seguras paredes de una fábrica. Me es más fácil morir siendo enemigo a morir siendo un traidor. Me es inevitable no leer, no gritar, no disfrutar lo poco de cordura que queda en este manicomio. Prefiero los textos al armamento y a aquellos que dan la vida por una causa en las calles, no en las fosas comunes. Creo que las estatuas son para los que se desaparecieron tras los tanques y no para los que los conducían. 

Prefiero intentar, seducirme con la idea de que puedo o que al menos debo arrojarme al incierto camino que se abre entre las mujeres y hombres que no se quedan quietos. No puedo, no sé cómo pudiera ser yo de otra forma. Yo soy un hombre común y corriente que quisiera hacer lo que es lo propio. Pero no puedo. 

Ahora, disculpen si les incomoda mi presencia, pero no puedo detenerme y sentarme a disfrutar el paisaje mientras el mundo arde y algunos anuncian “llegó el verano”.

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