martes, 20 de marzo de 2012

ECLIPSE URBANO

Caminar el centro de Mérida por las noches genera que uno se sienta como visitante en su propia casa. Es el punto de encuentro en el cual, como pocas veces, parecieran converger los distintos mundos que la conforman. A pesar de lo que se aprecia más allá de sus fronteras claroscuras, el cuadro central nos ofrece la quimera de una ciudad sólida y homogénea. Lo que tan sólo unas horas antes luce como un naufragio vehicular bajo el capricho del sol vespertino, es transformado por la música, luces y el flujo de peatones al ritmo del paso nocturno. Esa es la gran seducción que ofrece: un lúcido espejismo de su gente y su vida cotidiana. La belleza de Mérida consiste en su capacidad de hablarnos, no tanto por lo que demuestra a simple vista, sino por lo que esconde.

Si, como decía Angela Carter, las ciudades tienen sexo, la mejor forma de entender Mérida es sexualizándola. Imaginemos, entonces, que Mérida fuese una mujer.

Seguramente dormiría con todos y no lo contaría a nadie. Compartiría cada noche una habitación distinta, pero sacudiría la brizna sobre su cama matrimonial. Estaría arreglada la mayor parte del tiempo. Se haría a la difícil para demostrar que está siempre dispuesta. Portaría un nombre catalán, un primer apellido libanés y otro de origen maya, aunque, para evitar vergüenzas, hubiese traducido éste último al español desde hace tiempo. Lloraría por las noches y sonreiría para las fotos de revistas. Nos convencería de lo grandioso que debe ser vivir con ella o como ella, aunque en el fondo quisiera salirse de sí misma. Si Mérida fuese una mujer, seguramente me guiñaría el ojo como a cualquiera y yo me sentiría halagado, como si no existieran otros que hubiesen transitado por sus calles.

Pero Mérida no es una mujer, mucho menos un hombre. Es una ciudad asexual que se niega a definirse a sí misma. No busca porque tiene miedo de algún día encontrarse. Es la ciudad-dogma o ciudad-tabú: lo que uno debe y no ser, aunque vaya en contradicción con lo que se es realmente. Por eso el meridano lucha para demostrar que es quien nunca ha sido y ejercita la vieja dinámica de observar lo que hace el otro. Subraya los detalles y los murmura públicamente, pero dando la espalda. Mérida puede amar a veces, pero cuando lo hace es siempre a espaldas.

Y sin embargo me sigue guiñando el ojo. Aunque sé lo que esconde y lo que no dice – lo niega, porque esa es la “buena costumbre” – le hago creer que me engaña. Convivo con ella a pesar de ella; la descubro nuevamente cada vez que me oculta algo. Y cuando lo hace, la luz sobre sus pupilas me indican el camino de regreso, deseando perderme en la marea bajo sus manos.

Resulta que Mérida es eso: la más hermosa y descarada de todas las contradicciones. Madrastra, insegura, acomplejada y beata. Me resulta imposible no odiar quererla como quererla odiar sin éxito alguno. Sólo me queda aceptar que - parafraseando a Sabina - aunque sé que no es la más bella del mundo, juro que es más guapa que ninguna.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Vaya!, pensaba que Mérida era considerada como la ciudad de la paz, pero resulta que kalycho la ha cambiado a la ciudad de la puta o la puta ciudad, da lo mismo, al final ambas se reducen a cuatro simples letras… ¿En verdad consideras a Mérida así?

Saludos
-JR-