lunes, 30 de noviembre de 2009

Colores terrestres

Regina tenía nueve años y su juguete favorito era un gran Atlas pictórico del mundo. Aquel libro había sido un obsequio del periódico a todos los suscriptores con más de dos años de antigüedad, por la generosa cantidad de setenta pesos. Permaneció varado en el librero desde que se incorporó al inventario de la casa. Años después, ella lo descubriría una tarde de ocio, tras una larga mañana en que la varicela fue motivo para no ir a clases. Estuvo alrededor de ocho días en reposo, en compañía de los continentes a escala, ilustrados con gran detalle en sus relieves e hidrografía. Por instantes, creía realmente tener al mundo entre sus manos.

Jugando entre sueños, observándolo, conoció de lugares lejanos. Desde el Magreb hasta la Cochinchina, cruzando por Bering hasta llegar a Ushuaia. El mundo era suyo y descubría cada uno de sus rostros, con los colores con que habían sido ilustrados en cada página: Islandia era azul turquesa y de bordes blancos y decembrinos, mientras que Brasil era verde y de contornos amarillos que evidenciaban playas inimaginables, tapizado con venas de agua dulce que se extendían hasta el Perú, cuya cordillera lo teñía de morado. Arabia Saudita era sepia. Simplemente sepia, sin elevaciones importantes ni ríos que hayan llamado la atención del cartógrafo. ¿Quién viviría en un lugar así? Las clases ahí seguramente eran más aburridas que cualquiera de las que ella tenía a lo largo de la semana. Les hace falta un poco de color, un poco más verde, pensó. Las niñas ahí debían ser muy serias y rara vez sonreían. Quién sabe. El día que ella se convirtiera en pilota lo averiguaría.

Indonesia era verde esmeralda y de pecas montañosas color púrpura. Regina sonrío: después de todo, no era la única con varicela en el mundo. Le llamó la atención ver la infinidad de islas que le daban forma. ¿Cómo harán las abuelitas en Yakarta para visitar a sus nietos en Ujung Pandang?, se preguntaba mientras hacía un esfuerzo para leer los nombres tan peculiares de ciudades y aldeas en el archipiélago. Seguramente era el lugar más pacífico de la tierra. La gente que en vive en islas siempre es alegre y divertida, pensó. Los indonenses (como ella los bautizó) pasarían los días jugando en la arena y comiendo coco (porque eso hay en las islas) sin meterse con nadie. Debía ser como un Cozumel, pero para chinitos.

¿Pero quién demonios viviría en Kazajstán? Eso ni siquiera era un nombre. Por sus papás había oído hablar de España o la India, pero de aquél lugar jamás. Ni siquiera su maestra de geografía supo decirle algo cuando le preguntó. Creo que está por África, dijo la maestra Carmita. ¿Estás segura de que así se llama? Voy a averiguar y te digo mañana. Regina esperó varias semanas, pero la maestra nunca cumplió su promesa. Quizá era la única en el mundo que se preocupaba por los pobres hombrecitos que vivían ahí. ¿Qué idioma hablaban? ¿Qué comían? Francia e Inglaterra cabían fácilmente en ese territorio, pero nadie sabía nada, como si nadie los hubiese visto. Eso es, exclamó, debe ser un país de hombres invisibles, por eso nadie los conoce. Ahora sabía donde iría a vivir cuando sea grande y haya terminado la primaria: ciudades invisibles, coches invisibles, caballos invisibles. Era el lugar perfecto. ¿Acaso los kazajos podrían verla a ella?

Sudáfrica era café oscuro. Tal vez estaba llena de africanitos, por eso se veía así. Zaire (que al momento de editarse el libro aún se llamaba así) era de las pocas partes verdes de África. Las cosas debían ser diferentes en ese país: más plantas y menos gente. Quizá había gorilas o serpientes y leones, por eso la gente prefería no vivir ahí. No los culpaba, a ella igual le daban miedo los animales salvajes. Nada mejor que vivir en lugares apartados de la selva, donde los peligros estaban a la orden del día. Por eso los africanitos no vivían ahí, para estar seguros en sus casas. Entonces Sudáfrica se parecía a donde ella vivía: la única preocupación de los niños era tener que ir a la escuela.

Japón era marrón mohoso y Australia una isla de ígneos tonos naranjas. Holanda era verde pistacho (o marihuana) y China era roja. Adquiría tonos distintos por el Tibet y Xinjiang, pero principalmente era roja, como si tuviese yagas en el rostro.

Hasta ahora, ella dice que fue el primer libro que terminó. Nadie la toma muy en serio cuando lo dice, pero está segura: lo leyó completo.

Un domingo de misa, la familia se sentó en primera fila como de costumbre. Por lo general, Regina no prestaba atención a nada de lo que se decía, pero la lectura bíblica captó su atención por primera vez. Era el Génesis, describiendo paso a paso como fue creado el mundo en siete días.

Al salir de la Iglesia, la mamá no pudo ignorar el semblante de molestia en el rostro de su hija. ¿Qué te pasa? ¿Estás molesta?, le preguntó. Regina volteó a verla con cierta indignación.

- Mamá ¿es verdad que Dios es niño?
- Sí hija, respondió poco convencida, ¿Por qué lo preguntas?
- No, nada, dijo la pequeña mientras proyectaba su mirada a través de la ventanilla del coche, bastante desilusionada. Como colorea muy bien, pensé que era niña.

6 comentarios:

Kalycho Escoffié dijo...

Muy cursi

Marigel dijo...

de mis favoritos =)

Anónimo dijo...

escribes muy bien kalychoo ! me gustoo mucho ee hazme unoo]
atte: monse

Yoyirs87 dijo...

MMMMMMMMM estuvo muy padre pero la verdad terminó un poco bobito jajajja

Anónimo dijo...

solo porque menciona a Dios vdd??

Unknown dijo...

Está padre Kalicho, felicidades!!!!