miércoles, 15 de diciembre de 2010

PONGAMOS QUE HABLO DE MÉRIDA

Desde hace tiempo me he interesado bastante por la misteriosa y exótica creatura que es el meridano. Siendo uno de ellos, las particularidades socioculturales de Mérida han hecho que experimente de forma paralela un sentimiento de cariño y crítica ácida en su contra. Este domingo, después de una larga y amena plática en la que con otras personas hablábamos de cómo se es y cómo se vive y se sobrevive en la Ciudad de las Buenas Costumbres, decidí darme a la tarea de resumir un poco las inconclusas conclusiones a las que llegamos. Para ello, sería bueno darle rostro a esta ciudad. Si, como decía Angela Carter, las ciudades tienen sexo, la mejor forma de entender Mérida es sexualizándola e imaginándola: ponerle cuerpo, labios, caderas y vientre. Digamos, entonces, que Mérida fuese una mujer.

Si Mérida fuese una mujer, seguramente se acostaría con todos y no lo contaría a nadie. Compartiría cada noche una habitación distinta, pero rezaría cada domingo porque la Virgen bendiga su cama matrimonial. Probablemente estaría bastante arreglada todo el tiempo, se haría a la difícil para demostrar que está siempre dispuesta. Portaría un nombre catalán, un primer apellido libanés y otro de origen maya, aunque, para evitar vergüenzas, lo hubiese traducido al español desde hace tiempo. Lloraría por las noches y sonreiría para las fotos de revistas, nos convencería de lo grandioso que debe ser vivir con ella o como ella, aunque en el fondo quisiera salirse de sí misma. Si Mérida fuese una mujer, seguramente me guiñaría el ojo como a cualquiera y yo me sentiría alagado, como si no existieran otros que hubiesen transitado por sus calles.

Pero Mérida no es una mujer, mucho menos un hombre. Es una ciudad asexual que se niega a definirse a sí misma. No busca porque tiene miedo de algún día encontrarse. Es la ciudad-dogma o ciudad-tabú: lo que uno debe y no ser, aunque vaya en contradicción con lo que se es realmente. Por eso el meridano lucha por aparentar que es quien nunca ha sido y ejercita la vieja dinámica de observar lo que hace el otro, de subrayar detalles y murmurarlos públicamente, dando la espalda. El meridano siempre da la espalda. Esto es porque Mérida es un pueblo que, a pesar de haber crecido y haberse vuelto una ciudad, no ha superado aún los vicios de cualquier pueblo.

Y sin embargo me sigue guiñando el ojo. Aunque sé lo que esconde y lo que no dice – lo niega, porque esa es la “buena costumbre” – le hago creer que le creo. Convivo con ella a pesar de ella y la descubro nuevamente cada vez que oculta algo. Resulta que Mérida es eso: la más hermosa y descarada de todas las contradicciones. Asexuada, de closet, insegura, acomplejada y beata. Me resulta imposible no odiar quererla como quererla odiar sin éxito alguno.

3 comentarios:

Luigi 'Tallica dijo...

Muy buena analogía, la verdad,a veces también pienso que es así, me gustó mucho

Anónimo dijo...

Kalycho, no pude menos que sonreir al leer tu artículo, que cierto y que explícito, ese es el pueblo que quiere ser ciudad y se ahoga en las máscaras.
Buenísimo artículo, me gustó Kalycho. Felicidades!!!

Rodrigo Camacho dijo...

En muchas ocasiones pienso lo mismo que tú, que Mérida es falsa, cínica y doble cara, hasta mentirosa. Otras tantas pienso que es una ciudad solidaria, cívica, respetuosa. Pero siempre pienso que es limpia, libre de delincuencia, segura y agradable. Que será peor sincera y salvaje o cínica y pacífica? Se que; al menos de este país, no prefiero otro lugar.