No sé Usted, pero yo empecé la semana sin terminar de digerir la anterior. Seguramente escuchó el caso de José Sánchez Carrasco, campesino originario de Chihuahua que murió después de cinco días de espera para ser atendido en un hospital público de Guaymas, Sonora. El pretexto estéril – porque no puede ser calificado de otra forma – de la administración del hospital era que el señor Carrasco no llevaba consigo la documentación requerida, por lo que no podían atenderlo a pesar de su evidente estado de salud. Cumplir con la Diosa Burocracia resultó más importante que atender a quien se encontraba luchando por conservar la vida.
A principios de mes llegaba a algunos medios la noticia de una mujer indígena que dio a luz en el patio de un hospital de Oaxaca, también por la santa devoción al papeleo de quienes estaban obligados a atenderla. Pero más indignación me causa aquellos episodios igual de reprochables que ni siquiera han recibido la mínima atención mediática por representar – aquí viene lo más intolerable – parte una cotidianidad en el sistema de salud mexicano.
Mi abuelo Carlos, una de las personas a las que más quiero en este mundo, murió, precisamente, por negligencia del servicio médico. Pudo haber vivido un poco más si no le hubiesen puesto una bolsa de suero vacía al internarlo. Si, al momento de carecer de aire en los pulmones, los doctores no hubiesen atosigado a mi abuela con preguntas sobre papeleos, él no hubiese muerto en ese instante sobre la silla de ruedas. Sin embargo no fue así. Importó más el papel que atender a quien, durante toda su vida, pagó con sus impuestos el edificio y los sueldos de la institución que le violó su derecho humano a la salud.
Y al igual que mi abuelo, existen miles de historias como la del señor Carrasco a lo largo de este país. A pesar de que el artículo 3 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos reconoce que “[t]oda persona tiene derecho a la protección de la salud”, los encargados de garantizarla, salvo valiosas y urgentes excepciones, siguen creyendo que están dando una dádiva generosa a los desprotegidos y no que son responsables de rendirles cuentas a titulares de derechos.
Siempre he alardeado que México tiene algo que Estados Unidos no tiene y es que aquí no está en discusión si el Estado debe o no otorgar salud pública y gratuita. Sin embargo, comparar la escasez con la carencia es fácil y mediocre. Es momento de exigir un sistema de salud verdaderamente universal, verdaderamente gratuito y público; pero sobre todo de calidad y con un enfoque de derechos humanos. Los pacientes no van a estas instancias a pedir un favor o ayuda humanitaria, sino a exigir un derecho. Ésta es, como muchas otras, una urgencia que debería encabezar la agenda política del país, pero que no es considerada prioridad.
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