domingo, 28 de marzo de 2010

Perros de guerra*

“Steps have been taken, a silent uproar.
Has unleashed the dogs of war,
you can't stop what has begun.
Signed, sealed, they deliver oblivion.”
(“Dogs of war” de Pink Floyd)


Altamillos, Sonora; primero de junio de dos mil siete. Elementos castrenses disparan a una camioneta Dodge en un retén ubicado en la localidad, después de que aparentemente el conductor del vehículo hiciera caso omiso a la orden de detenerse. Mueren cuatro de los civiles que se encuentran en el vehículo, de los cuales dos son menores de edad. Se trataba de una familia que se encontraba regresando de un curso educativo impartido por el Consejo Nacional para el Fomento Educativo. Posteriormente se daría a conocer que siete de los militares participes habían consumido marihuana y al menos uno de ellos cocaína y metanfetaminas.

Aldama, Chihuahua; trece de diciembre de dos mil ocho. Zaira Gabriela Arzate Contreras (veintidós años) ingresa en una camioneta al puesto de vigilancia militar de la ciudad buscando apoyo de los militares para auxiliar a su primo, quien había sido agredido por sicarios. Los elementos abren fuego contra Gabriela antes de que pueda detener el vehículo, pensando que se trata de una camioneta de sicarios. El saldo final es de dos muertos: Gabriela y su hijo, quien hubiera nacido en un par de meses.

Monterrey, Nuevo León; diecinueve de marzo de dos mil diez. Un enfrentamiento entre sicarios y militares se realiza dentro del campus del Tecnológico de Monterrey. Los primeros informes dan a conocer la muerte de dos presuntos sicarios durante la contienda. Horas después, se reconoce que en realidad se trataba de Jorge Antonio Mercado Alonso y Javier Francisco Arredondo Verdugo, estudiantes del Tecnológico, quienes se encontraban ingresando a la casa de estudios a la hora de los hechos.

Las anomalías en el desarrollo de los hechos, las contradicciones en la versión de distintas autoridades y el manejo misterioso de las pruebas dejan muchas preguntas al aire, pero no me interesa por el momento ahondar en esos aspectos. Tampoco voy a hacer juicios de valor sobre si es o no necesaria la participación militar en la lucha contra el narcotráfico o sobre si se ha logrado o no un avance desde que el Poder Ejecutivo la ordenó. Adentrarme en estas cuestiones es correr el riesgo de que el debate adquiera un tono partidista (como fácilmente sucede en México), permitiendo que sea utilizado para desprestigiar o vanagloriar a un partido determinado; pero no quiero darle ese lujo a ningún grupo político, sobre todo cuando nos encontramos en vísperas electorales.

Solamente quisiera preguntar, como me imagino cualquiera de los lectores se pregunta: ¿cuándo piensan controlar al control militar?


(*) Artículo publicado en la Revista Peninsular

lunes, 8 de marzo de 2010

Doña Isabela*

Texan de Palomeque es una pequeña población del estado de Yucatán de poco menos de tres mil habitantes. Como cualquier comisaría del municipio de Hunucmá, no figura en los mapas y la información que uno puede encontrar en Internet es escasa y, en su mayoría, gira en torno a la hermosa hacienda que ocupa el 20 % del pueblo, según mis propios cálculos. El nombre de esta comunidad ha figurado un par de veces en la prensa, ya sea como zona aledaña al territorio contemplado para el polémico proyecto de un nuevo aeropuerto (el cual terminó abortándose) o con pequeñas columnas acerca del rumor entre los vecinos que aseguraban haber visto a una mujerloba merodeando por las calles. Fue en ese pequeño y discreto universo del interior del estado donde conocí a doña Isabela.

Nunca la había visto, lo cual era extraño después de tres años de visitar el pueblo cada sábado. Solía convivir con muchas de las señoras como parte del apostolado que realizaba ahí, pero fue hasta los últimos días en que tuve el gusto de conocerla. Esa tarde, ella se había sentado en las bancas del parque con un grupo de vecinas con las que me encontraba platicando. Tan pronto como inició la misa, todas se dirigieron a la iglesia, a excepción de doña Isabela, quien comenzó a platicarme un poco de todo: sobre sus hijos, la calentura de la más chica, que no lograba hacer que coma, que el otro era muy terco y tantos otros etcéteras que ocuparon el tiempo completo de la misa.

Fue entonces cuando se me ocurrió comentarle que se me hacía raro no haberla visto antes a la hora de la tertulia en el parque, como a la mayoría de las señoras del pueblo. Me respondió, con un semblante de inconformidad en su mirada: Es que mi esposo no me deja salir de la casa desde hace seis años. Si bien era frecuente en Texan conocer casos de mujeres sometidas al yugo tiránico de sus esposos, donde la violencia física era un común denominador, me fue difícil creer el sentido literal de su respuesta. ¿Seis años encerrada en su propia casa? Dejando a los cantos de entrada y el discurso del padre a la distancia en un segundo plano, doña Isabela comenzó a relatar su historia.

Fueron seis años en los que no pudo salir más que al solar (o patio) para tender la ropa y alimentar a los animales. Sin poder hacer amistades, ni poder realizar más actividades que las del hogar, doña Isabela esperaba cada noche a un marido que casi siempre llegaba en estado de ebriedad. A veces me deja salir pero sólo al molino para comprar las tortillas (el cual se encontraba justo en frente de su casa), pero a veces, porque no le gusta que salga.

Pero lo que hizo que aquella conversación fuese inolvidable llegó con la explicación de qué hacía en el parque aquél sábado: harta de vivir enclaustrada por tantos años, comenzó a escaparse de su casa por las tardes mientras su marido se encontraba trabajando (o embriagándose) en Hunucmá. Empezó con unas visitas esporádicas al molino, que no duraban más de cinco minutos. Era entendible. Después de tanto tiempo en el encierro, salir de la casa era una tentación que implicaba romper con la autoridad máxima. Un sacrilegio, como Eva probando el fruto con el temor de ser vista por el Señor.

Después de un par de semanas de escapes furtivos, se aventuró a visitar el parque del pueblo (punto de encuentro principal de los vecinos al estar rodeado por la iglesia, la hacienda, la comisaría y casa de don Evelio, famoso por arreglar tricitaxis y bicicletas). Doña Isabel me contaba emocionada de las amistades que había hecho en tan sólo dos semanas de justa traición a las órdenes de su marido. Se le veía contenta de estar frente a aquellos columpios que no había visto por seis años; desahogándose conmigo, un completo extraño.

De tanto oír a la gente hablar sobre este lunes, me fue imposible no acordarme de aquella tarde en que escuché su historia. Para evitar decir lo que ya se ha dicho (desgraciadamente, se habla mucho en el día internacional de las mujeres; pero se queda ahí, en lo que se habló), dejaré que el lector saque sus conclusiones de esta pequeña experiencia que hoy comparto.

Tres años después, su testimonio aún me impacta con la misma fuerza. Lo último que me dijo que recuerdo de manera textual fue: estoy muy feliz ahora, porque ya tengo amigas y puedo salir a ver el parque. Siento que al fin estoy conociendo el mundo.

(*) Artículo publicado en la Revista Peninsular

Epílogo: el nombre del personaje principal de la historia ha sido cambiado por respeto a su vida privada.