viernes, 2 de julio de 2010

Fe radiante (cuento)

Rafael Sebastián Guillén Vicente, presente.

Yo quería una revolución. De esas incesantes, que nacen de la tierra y se vuelven pasos sobre la eterna línea de la historia. Quería una lucha que proviniese de los muros que palpitan subterráneos, siempre abajo y a la izquierda. Esperaba armarme del fusil de los relatos y las batallas en los libros, hacerme compañero de una bala que apagó al hombre y encendió una leyenda en las afueras de La Higuera. Todo lo que deseaba era seguir la ruta de Ernesto y convertirme en una rabia a voces por la corriente de un río. Por eso cambié mi piel y me hice rojo: para ser un hijo más de la victoria. Me dejé crecer las barbas de Carlos Marx y me convertí en guerrillero. Estaba decidido a buscar el momento y sitio en que un proyectil habría de encontrarme para que escribiese mi trayectoria sobre el campo. Sólo así, sería parte de la lucha.

Pero llegó el día en que cumplí los cuarenta. Hacía años que las arrugas habían tomado posesión de los lugares donde habitaron granos y espinillas. Pasé de ser parte de una nueva generación rebelde a un sobreviviente de la época gloriosa de motines, manifestaciones y la canción protesta agudizando la voz del colectivo. Los compañeros de lucha, uno a uno, se fueron convirtiendo en peatones silenciosos. Vestían de traje y corbata, se habían afeitado las barbas y cortado las largas cabelleras que alguna vez fueron, según decíamos, la indomable extensión de nuestra mente subversiva. Lo dejaron todo, nos dieron la espalda a los que decidimos confrontar al paso de los años, asegurando que nos mantendríamos inamovibles en nuestra cruzada por la historia.

No contaba con que en pleno Siglo XXI el Granma había dejado su antiguo romance para convertirse en una pieza de museo. Tardé en comprender que Nicaragua se había transformado en un cementerio de ánimas que aún buscan sus propios cuerpos y no en la panacea sandinista. El mundo en que transito (un gran hijo de puta) no tuvo la menor intención de esperarme y, a diferencia mía, decidió cambiar. El muro y las torres han caído, los sedientos aún comparten mutuamente el hambre y los discursos son anfibios buscando sobrevivir al reloj del nuevo siglo. Se ha hecho tarde. Cincuenta años han pasado desde el Moncada y, hasta hace poco, deseaba vivir la ilusión de los gloriosos asaltos a la luz de la suerte; pero terminé retirando la estrella de mi almohada. Tanto fue el tiempo desperdiciado buscando el Cáliz Sagrado entre los márgenes de un viejo volumen de El Capital y finalmente comprendí que me había equivocado de centuria.

Me afeité la barba y desmembré mi cabellera, antigua custodia de una fe radiante que pretendía transformarlo todo. Ya no soy rojo. Dejé a los muertos morirse de una vez para evitar que la vida me recuerde algún día, incluso he desarrollado un pavor irreparable a los fusiles. Pero, a pesar de todo, jamás opté por vestir de traje y corbata, mucho menos cargar un portafolio. Jamás. Me negué determinadamente a suicidios globalizados. Resolví que debía sentarme en un viejo café sobre el cauce de Real de Guadalupe y observar el mundo transitando sobre los vestigios de mi antiguo ideario. Aquí, sobre ésta calle, de una esquina a otra se tropiezan la cofradía del socialismo que se reúsa a morir con un mundo cada vez más mundial y menos humano. Ni en una, ni en la otra trinchera han de encontrarme ahora. Soy un paréntesis sin dueño, un fantasma en el limbo de su ideología, tratando de hallarse en este siglo.

Después de perderlo todo, que no era nada en realidad, me dedico a conquistar ese reflejo al fondo de la taza del café. No será el campo de batalla descrito en tantas fechas audaces entre los anales de la Revolución de Octubre, pero es sin duda la tierra prometida que parece no encontrarse nunca en este Babel de doctrinas.

¿Quo vadis, Rafael? ¿Quo Vadis?