sábado, 31 de marzo de 2012

DEL ESTADO Y EL GOBIERNO LAICO

Un Estado laico es aquel cuya estructura orgánica, poderes e instituciones son totalmente independientes y ajenos a cualquier religión. Inglaterra, Noruega e Irán son, en mayor o menor medida, países en los cuales la función pública y la agenda religiosa convergen habitualmente, por lo que carecen de laicismo. Argentina y Costa Rica, por su parte, son países cuya religión oficial es el catolicismo, razón por la cual un porcentaje de sus egresos está destinado a apoyar a dicha Iglesia. Hago esta introducción como punto de partida para explicar el por qué considero que México es (aún) un Estado claramente laico, a pesar de que argumentar lo contrario pudiese ser tentador para algunos. El organigrama estatal se encuentra estructurado de tal forma que ninguno de los tres poderes de la federación dependa de algún culto para ejercer sus funciones de manera efectiva. Diferente sería preguntarnos si un determinado gobierno es laico. Ahí tenemos una discusión diferente.

Vivimos en un país predominantemente católico. Es evidente que existe un alto grado de probabilidad de que una autoridad – sea Presidente o Ministro de la Suprema Corte, por ejemplo - sea católica y practicante. Nuestros funcionarios suben al poder junto a su ideología, posición política y culto, las cuales inevitablemente tendrán influencia en sus actividades. Puede gustarnos o no el hecho, pero ésta es una realidad que sucede en todo sistema democrático. Será benéfico o perjudicial para nosotros en la medida en que coincidamos o no con sus consecuencias.

El panorama se complica cuando nos preguntamos hasta dónde debe tolerarse que un gobierno o funcionario público cercano o partidario a una fe determinada manifieste o ejerza esta preferencia. La respuesta se encuentra en la medida en que sus acciones sean incompatibles o pongan en riesgo el ejercicio de las funciones del Estado laico. Me parece que durante la reciente visita del Papa esta delgada línea divisoria fue cruzada en más de una ocasión.

En un Estado laico, las manifestaciones religiosas que rodean una visita papal son y deben ser permitidas en virtud de la libertad religiosa. La población mexicana que participa en la fe católica tiene el pleno derecho a recibirlo como el líder de su Iglesia. No así las autoridades en ejercicio de sus funciones. México reconoce a Joseph Ratzinger como Jefe de Estado del Vaticano, entidad independiente con la que nuestro país posee relaciones diplomáticas. El trato, entonces, no debe ser diferente al ofrecido a un Primer Ministro o Presidente. Me parece incongruente con estos principios que funcionarios públicos se hayan referido a él - tanto en forma pública como por documentación oficial - como “Su Santidad”, “Santo Padre” y similares, o hayan cumplido con protocolos claramente nobiliarios que no deben ser concedidos ni siquiera a monarcas. Soy católico, pero también fiel defensor del laicismo. No creo que a ningún católico le agradaría ver ese tipo de trato preferencial y claramente practicante hacia un ministro de algún otro culto. Me parece un punto a considerar por respeto a la gente de otra religión en el país y a los que no practican ninguna.

lunes, 26 de marzo de 2012

A TRAVÉS DE LOS OJOS

No pasó mucho tiempo para que Othman Al Beshr y yo nos hiciéramos buenos amigos durante una estadía en el extranjero. El cruce de nuestros caminos se dio al momento en que la historia, cultura y política de Medio Oriente había despertado un gran interés para mí. Othman y yo, junto con otros tres amigos más de Arabia Saudita, solíamos pasar gran parte del tiempo juntos. Hablábamos de todo un poco y comparábamos cómo era la vida, cultura, gastronomía y política en nuestros países. El único tema que me resistí a poner sobre la mesa fue el conflicto árabe-israelí. No sabía cómo abordarlo o si debía hacerlo. Opté por contener mi curiosidad con la esperanza de que, tarde o temprano, esa conversación llegaría de forma natural. Así ocurrió.

Un día nos encontrábamos platicando a la salida del metro, cuando un judío – por la vestimenta religiosa que usaba era evidente que lo era – se detuvo ante a nosotros. Othman dejó de hablar por un segundo al advertir que, debido al estrecho pasillo de las escaleras y el gran flujo de personas, él y el rabino tuvieron que permanecer frente a frente. Estaban a tan sólo unos cuantos centímetros de distancia, a la espera de que el sube y baja humano les permitiese separarse y retomar sus caminos. Fue tan sólo unos segundos, pero en aquella imagen se evidenciaba la incomodidad de ambos personajes obligados a mirarse fijamente. Una vez fuera de la estación, Othman me contó el incidente. Yo fingía no haberme percatado del casi metafórico cuadro que acababa de presenciar. Días después, me enteraría de que Othman tenía familiares en Palestina que habían tenido que trasladarse al Líbano y Arabia Saudita por temor a los ataques del ejército israelí.

El conflicto entre judíos y musulmanes es sumamente complejo. Los palestinos son el mayor grupo de refugiados en la actualidad y se calcula que más de cuatro millones han abandonado sus hogares debido al proceso de colonización israelí. Tan sólo en la guerra de 1948, cerca de cuatrocientos pueblos palestinos fueron destruidos, siendo reemplazados de forma ilegal por asentamientos israelíes. Por otro lado, el muro levantado en la frontera con Cisjordania no respeta los límites provisionalmente establecidos, sino que se extiende a más de veinticinco kilómetros fuera de Israel, cortando la comunicación entre aldeas y ciudades palestinas. Por si fuera poco, este lunes, en un acto enérgico, Israel rompió relaciones con el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, después de que éste aprobase la creación de una comisión para investigar el impacto de las colonias judías en territorio palestino.

No quisiera adoptar como posición la condena contra un país a partir de la idealización del otro. Los asentamientos ilegales resultan igualmente peligrosos para ambos pueblos. La agenda política está canalizando la tensión social hacia sus propios objetivos. El uso de la religión y el sentimiento nacionalista por parte de los dos gobiernos para sustentar el conflicto – y con éste sus intereses – ha postergando una posible resolución al resentimiento histórico: ese que únicamente podrá darse cuando ambos pueblos decidan ponerse uno frente al otro, ya no obligados por la marea humana del metro, sino por el deseo de mirarse a los ojos y reencontrarse.

martes, 20 de marzo de 2012

ECLIPSE URBANO

Caminar el centro de Mérida por las noches genera que uno se sienta como visitante en su propia casa. Es el punto de encuentro en el cual, como pocas veces, parecieran converger los distintos mundos que la conforman. A pesar de lo que se aprecia más allá de sus fronteras claroscuras, el cuadro central nos ofrece la quimera de una ciudad sólida y homogénea. Lo que tan sólo unas horas antes luce como un naufragio vehicular bajo el capricho del sol vespertino, es transformado por la música, luces y el flujo de peatones al ritmo del paso nocturno. Esa es la gran seducción que ofrece: un lúcido espejismo de su gente y su vida cotidiana. La belleza de Mérida consiste en su capacidad de hablarnos, no tanto por lo que demuestra a simple vista, sino por lo que esconde.

Si, como decía Angela Carter, las ciudades tienen sexo, la mejor forma de entender Mérida es sexualizándola. Imaginemos, entonces, que Mérida fuese una mujer.

Seguramente dormiría con todos y no lo contaría a nadie. Compartiría cada noche una habitación distinta, pero sacudiría la brizna sobre su cama matrimonial. Estaría arreglada la mayor parte del tiempo. Se haría a la difícil para demostrar que está siempre dispuesta. Portaría un nombre catalán, un primer apellido libanés y otro de origen maya, aunque, para evitar vergüenzas, hubiese traducido éste último al español desde hace tiempo. Lloraría por las noches y sonreiría para las fotos de revistas. Nos convencería de lo grandioso que debe ser vivir con ella o como ella, aunque en el fondo quisiera salirse de sí misma. Si Mérida fuese una mujer, seguramente me guiñaría el ojo como a cualquiera y yo me sentiría halagado, como si no existieran otros que hubiesen transitado por sus calles.

Pero Mérida no es una mujer, mucho menos un hombre. Es una ciudad asexual que se niega a definirse a sí misma. No busca porque tiene miedo de algún día encontrarse. Es la ciudad-dogma o ciudad-tabú: lo que uno debe y no ser, aunque vaya en contradicción con lo que se es realmente. Por eso el meridano lucha para demostrar que es quien nunca ha sido y ejercita la vieja dinámica de observar lo que hace el otro. Subraya los detalles y los murmura públicamente, pero dando la espalda. Mérida puede amar a veces, pero cuando lo hace es siempre a espaldas.

Y sin embargo me sigue guiñando el ojo. Aunque sé lo que esconde y lo que no dice – lo niega, porque esa es la “buena costumbre” – le hago creer que me engaña. Convivo con ella a pesar de ella; la descubro nuevamente cada vez que me oculta algo. Y cuando lo hace, la luz sobre sus pupilas me indican el camino de regreso, deseando perderme en la marea bajo sus manos.

Resulta que Mérida es eso: la más hermosa y descarada de todas las contradicciones. Madrastra, insegura, acomplejada y beata. Me resulta imposible no odiar quererla como quererla odiar sin éxito alguno. Sólo me queda aceptar que - parafraseando a Sabina - aunque sé que no es la más bella del mundo, juro que es más guapa que ninguna.