lunes, 21 de diciembre de 2009

Al-Sirr

Éramos tres musulmanes y un católico tomando el metro. Menuda combinación, diría yo. Pero en una ciudad tan pluricultural como Toronto, eso es cosa de todos los días. Esperando el largo trayecto entre estación y estación, iba compartiendo con Hussein, Labib y Muhammad las distintas impresiones que teníamos de aquella Babel canadiense, según nuestras perspectivas personales como extranjeros provenientes de Arabia Saudita y México, en mi caso. Íbamos de tema en tema, como de costumbre; hasta que, por alguna razón que aún no recuerdo, topamos el tema de la homosexualidad.

Sabía desde antes que Arabia Saudita era una de las muchas naciones en el mundo donde la homosexualidad aún es un delito; pero escuchar a Labib contarlo fue como enterarse por vez primera. Uno puede leerlo a diario, saberlo como cultura general; pero hasta que uno no encara a un saudí defendiendo y fundamentando la “justa” legislación de su país, no se vislumbra la información como una realidad.

Muhammad era el que menos hablaba inglés de ellos. Desde el día en que lo conocí en la casa de huéspedes, aprendí a comunicarme con él principalmente por señas, incluso más que de manera oral. Recuerdo haberle enseñado palabras como street, water y walk, tratando de ayudarle a construir frases completas. Quizá por esa falencia permanecía en silencio durante nuestras conversaciones más profundas. Aquél día, como otros, calló durante todo el camino; pero yo sabía que la barrera del lenguaje no era la causa de su silencio.

Al ser vecinos de habitación, convivía más con él que con Hussein o Labib, quienes hacían estancia en otra residencia. Muhammad era un espíritu bastante ansioso, todo lo que lo rodeaba parecía ser una novedad para él. Realmente lo era, puesto que era la primera vez que visitaba un país occidental. A escondidas, sin que sus amigos se enteraran, probó su primera cerveza durante su primera salida a una disco, donde por primera vez adoptó la costumbre de saludar de beso en la mejilla a mujeres que no conocía. Por cierto, tomó su primer tequila conmigo, para luego contarme que no entendía por qué era ilegal en su país: nadie de los presentes murió después de aquél shot.

Conforme fue aumentando su vocabulario, también lo hicieron sus dudas. Incluso la gastronomía comenzó a ser un conflicto ideológico para él. ¿A qué sabe la carne de cerdo?, me preguntó con una profunda curiosidad. Para mí igual fue una experiencia aquella cuestión. ¿Cómo explicarle a alguien un sabor que nunca había experimentado por motivos religiosos? Riéndome le contesté que sabía a eso: a cerdo. ¿Pero a qué carne se asemeja? ¿Sabe como la de la vaca o la del camello? Era un verdadero choque de culturas. Comencé a sentirme cada vez más mexicano y él, más árabe.

Llegué a conocer bastante bien a Muhammad, incluso más de lo que Hussein y Labib lo conocen. Él nunca me contó su secreto, pero sí lo hizo la HP Compaq que compartíamos para usar Internet durante nuestra estancia.

Desgraciadamente, Muhammad no tenía la costumbre - sana costumbre - de borrar su historial. Tampoco desconectó nunca la herramienta de autocompletar en Google y en la caja de direcciones, para evitar que el Explorer revele automáticamente a otros usuarios (o sea, yo) las páginas a las que él había entrado. Peor aún, la estampida de publicidad pornográfica que se abría en ventanas de Internet de manera involuntaria lo delataban aún más. Así fue como me enteré de la homosexualidad de Muhammad: por los vestigios de las que posiblemente fueron las primeras páginas porno a las que entró en su vida.

Comencé a fijarme en detalles o quizá éstos empezaron a resaltar más por sí mismos. Nunca dije nada (como es lógico de pensar), ni hubiese tenido nada que decirle de todos modos. Él me había confiado un secreto sin saberlo, por accidente. Yo, simplemente lo acompañé en su silencio.

Al Riad no era Toronto y eso le asustaba: no sabía qué hacer con tanta libertad que Canadá le ofrecía. Tampoco imaginaba qué haría cuando ésta se terminara.

¿Y cual es el castigo para los homosexuales en tu país? Labib sonrió antes de contestarme. Sabía el impactó que iba a tener la respuesta en mi cosmovisión de occidente: decapitación con un sable en la plaza pública de Al Riad.

De haberlo leído en algún sitio de Internet hubiese pensado que se trataba de una broma, propaganda antiislámica auspiciada por el expansionismo gringo. Pero ahí estaba yo, frente a frente con un saudí que me confesaba la realidad de su país.

Muhammad, en silencio, pretendía que no escuchaba nada, mientras perdía su mirada a través de la ventana del tren subterráneo. Guardando su secreto, trataba de imaginar lo sencillo que serían las cosas si cualquier parte en el mundo fuese como Toronto.

Epílogo: los nombres de los personajes que intervienen en la historia fueron cambiados por respeto a la dignidad personal de cada uno de ellos.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Ecos fósiles

Hablar. Poder que nos convirtió en la especie victoriosa de la evolución. Con el idioma, la comunicación alcanzó el cénit y los humanos aprendieron a acrecentar el conocimiento personal alimentándolo con el de otros. Eso fue la clave del éxito, del desarrollo.

El hombre comenzó a hablar y desde eso no se ha callado. Algunas veces, callarse sería igual un signo de evolución. Por lo menos lo haría un poco más humano.

El don del lenguaje se encuentra oculto en el denominado gen FOXP2, ubicado en el cromosoma siete de nuestro código genético. Una mutación ancestral en este gen fue la que habilitó la comunicación verbal en nuestra especie al producir el desarrollo de ciertos linajes neuronales. Desde entonces, nos volvimos únicos, quedando en completo aislamiento del resto de los animales. Nos convertimos en humanos modernos, inalcanzables para especie alguna.

Al menos, eso creíamos hasta hace unos años.

La historia la escriben los vencedores, me han dicho. Pero quizá haya que extender el alcance de esta premisa a la prehistoria. Durante siglos, los libros de antropología, biología e historia han resumido la gran batalla por la supervivencia del Neandertal, especie que vivió de forma paralela al Homo Sapiens, extinguiéndose debido a la inteligencia y tecnología superiores de este último. Éramos dos linajes completamente diferentes, dos especies que compitieron hasta la desaparición de la más fuerte y de mayor tamaño: los neandertales.

Caín sí mató a Abel después de todo.

Pero esta suerte de humanos bestias, subestimados a lo largo de la historia, ha comenzado a revelarnos una realidad distinta. Investigaciones recientes para estructurar el mapa genético de los neandertales han dado origen un nuevo descubrimiento: la misma mutación en el gen FOXP2 se encuentra en su ADN, por lo que pudieron desarrollar un lenguaje al igual que los Homos Sapiens. Con esto, la voz deja de ser un privilegio para el hombre moderno.

Cráneos de mayor volumen que los de nuestros antepasados, rituales fúnebres bien definidos, organización social estructurada y una gran adaptación para climas fríos. Los descubrimientos refutan por completo la idea tradicional de bestias incapaces de crear herramientas y en completo atraso evolutivo ante los humanos. Más aún: algunos paleontólogos se han aventurado a publicar explicaciones acerca de posibles trueques comerciales entre ambos seres.

¿Qué habrá pasado con los neandertales?

Eran la otra especie, los que por algún capricho del azar (probablemente factores climatológicos) desaparecieron, dejándonos como los únicos no-animales, como la razón primigenia de toda la creación. Así aprendimos a describir los hechos: el mundo fue únicamente para nosotros, nadie sobrevivió para escribir algo distinto.

Nosotros escribimos la prehistoria, porque fuimos la especie que sobrevivió. Ahora, el neandertal, desde sus restos fósiles, decide después de unos milenios de silencio ejercer su derecho de replica.