jueves, 16 de abril de 2009

El undécimo mandamiento

En El Derecho de Soñar, Eduardo Galeano (muy de moda en Mérida últimamente) hace referencia al undécimo mandamiento que, a su juicio, Dios olvidó dictarle a Moisés junto con los otros diez: amarás a la naturaleza de la cual formas parte. En más de un texto el uruguayo vuelve a mencionar este mandamiento apócrifo con una insistencia proporcional a la urgencia que hay en nuestro mundo por reconocer el derecho de la naturaleza a existir. Nuestro mundo, que cada día es menos nuestro y más de las empresas, ha ido generando una conciencia poco conciente de lo que estamos haciendo con nuestro entorno. Gracias a Al Gore la gente descubrió horrorizada que los polos se derretían lentamente y que como consecuencia de nuestras acciones pronto sepultarían Dinamarca, Islandia, Nueva York y El Cairo, por decir algunos lugares; pero el hombre y la mujer continúan desgastando al mundo de una manera crónica y acelerada. No pasa de ser un tema que a todos preocupa y a pocos ocupa.

Desde pequeños, nuestros padres (es decir, la sociedad y los medios de comunicación) nos enseñan a definir nuestra ética personal, a distinguir entre lo que es bueno y lo que es malo. El bien y el mal son quizá las primeras fuerzas antagónicas que conocemos y aprendemos a reconocer, aunque tardamos toda una vida definiendo a cual de las dos pertenecen nuestros actos. Con los años nos damos cuenta que las acciones buenas y malas están sumergidos en un contexto social, en una serie de situaciones en las que interviene la búsqueda del bien común. Identificar lo justo de lo injusto aparece como nuevo objetivo para poder alcanzar nuestras metas personales junto con el bienestar colectivo. No es suficiente ser personas buenas, también debemos aprender a ser personas justas. De ahí en adelante nuestros padres adoptivos no nos dicen más y omiten las obligaciones que tenemos con la naturaleza.

A las empresas no les conviene que la televisión o el Internet nos enseñen que los productos con los cuales se enriquecen están definiendo la forma en que algún día la vida en la tierra será imposible. Incluso, han ganado varias batallas de conciencia acusado a los defensores de la tierra de hippies, activistas fanáticos de Green Peace, miembros del Partido Verde “de” México o de niño que nunca superó su etapa de fascinación por el Capitán Planeta. Se nos obliga a creer que no es urgente cambiar las estructuras políticas y económicas para conseguir los cambios necesarios. Es verdad que en los últimos años se han abierto espacios cada vez más significativos para informar y crear conciencia de la situación actual. Todo el mundo sabe qué es el calentamiento global y que la capa de ozono se está desintegrando; pero no ha cambiado nuestra forma de vivir tan insustentablemente. Se nos ha privado la oportunidad de conocer ese tercer nivel de la ética: la ética global. Las niñas y niños de este nuevo siglo no están siendo educados para distinguir entre los sustentable y lo no sustentable.

Recuerdo que, durante la presentación de un nuevo programa de servicio social en la Universidad Autónoma de Yucatán, el expositor mencionaba que hace algunos años uno podía levantar la mano en Suiza y absolutamente nada cambiaba en China; pero que en pleno 2009 un corredor de bolsa en Suiza que levanta la mano cambia y modifica una realidad en un lugar tan lejano como Shangai. Ya no podemos hablar de acciones meramente locales con consecuencias meramente locales o de acciones globales con repercusiones meramente globales, sino de que vivimos en una realidad glocal, palabra que utilizó el mismo expositor para unificar estos dos conceptos. Lo que uno hace tiene repercusión tanto a nivel local como global.

Los medios rara vez nos dirán que la forma, cantidad y velocidad con la que compramos y consumimos productos nos están haciendo personas insostenibles para la vida en la Tierra. Es necesario que nosotros mismos comencemos a darnos cuenta de que tan sustentables o insustentables somos para el planeta, informándonos de las medidas que podemos tomar en nuestras vidas. Cuando realmente aprendemos y enseñamos a ser mujeres y hombres más sustentables, nos hacemos concientes de que todas nuestras acciones tienen una repercusión glocal con la cual interferimos en la naturaleza y la modificamos. Se trata de que cada uno durante un día común reflexione qué tan sustentable está siendo para el resto de la humanidad, concepto que debería incluir a la naturaleza. Tal vez entonces, no sea necesario ver el undécimo mandamiento labrado en las piedras para querer cumplirlo.


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