Para las realidades que, ante el mundo, son sólo leyendas
Todas las noches, Nicte se refugiaba en los brazos de su hamaca para que él no la viera. Fingiendo estar dormida, se acariciaba el rostro y descubría que el día anterior aún no se había borrado por completo de su ojo izquierdo. Su madre le ayudaba a ocultar (sin éxito) las llagas de su cuerpo bajo el hipil. Ella no entendía el porqué, pero el jaguar tomaba forma de humano al anochecer e iba a buscarla: irrumpía en su casa ladrando como un perro, destrozando todo lo que había a su paso. Su madre siempre trataba de detenerlo, pero era inútil. Entraba al cuarto y reconocía la silueta de la pequeña, tendida entre las paredes y pretendiendo el sueño. Una vez sobre su presa, se alimentaba de ella; sin hincar su dentadura sobre la piel, sin tener que arrebatarle fragmento alguno de su carne. Nunca era un sueño. Lo sabía por las astillantes lunas púrpuras en sus brazos que quedaban tras su lucha por sobrevivir.
En una ocasión, mientras esperaba acostada en su habitual escondite, un colibrí oyó su llanto y entró por la ventana. Nicte le contó cómo el jaguar, noche tras noche, se alimentaba de su espíritu y le arrancaba su niñez. El ave, conociendo más allá de lo que los humanos pueden ver, le dijo que podía escapar volando por la ventana para nunca regresar. Pero ella no quiso intentarlo, pues era conocido por todos que los humanos no pueden volar. De cualquier forma, le suplicó que espere a su lado hasta que él llegase. Aceptó. A partir de esa noche, el colibrí aparecía y esperaba a que el jaguar se fuera para poder consolarla. Le insistía que huyese volando con él, pero ella seguía sin creer que eso fuese posible. Desde la ventana, lloraba junto con ella, en silencio.
Llegó el día en que Nicte se enfermó de gravedad: su cuerpo comenzó a hincharse, comenzando por su estómago. Los ancianos del lugar coincidían en que esto era producto del demonio. Ella no entendía, como siempre. Lloraba, escuchaba, presenciaba, padecía; pero no entendía nada de lo que sucedía alrededor. Finalmente murió.
Cuentan que, una vez que se incineró el cuerpo de la pequeña, el colibrí recogió una a una las cenizas que fue encontrando. Esparciéndolas por el monte y la selva, los pequeños rastrojos comenzaron a volar, dejándose llevar por el viento. La pequeña al fin siguió el consejo de su compañero nocturno y era libre; se extendía como la humedad entre arbustos y árboles. Para sorpresa del colibrí, las cenizas comenzaron a brillar e iluminar su trayectoria para que él pudiese encontrarla en la oscuridad. Según la abuela, esa fue la primera noche que se vieron luciérnagas en el pueblo.